viernes, noviembre 10, 2006

La caridad es la vida

Hola amigos.
Ayer estuvimos unos cuantos amigos (moraleja colateral: qué importante es tener amigos así. También es importante tener mujer o marido, hijos, tierras, trabajo, prestigio y viruta en el bolsillo, pero tener amigos así…) en Toledo visitando el hospital de parapléjicos de allí por una amiga nuestra (vid foto, sor Carmen) que va todas las mañanas allí a dar clase.

Una se sus alumnas de 16 años es Melania, que solo puede mover de cuello para arriba desde hace unos meses por un accidente, a quien conocimos cuando estaba probando la silla eléctrica que dirige con la barbilla.

Yo no paré de preguntarme a la vuelta sobre el significado de lo que esa mañana se nos puso delante, de la realidad. Dígase como se quiera pero si para vivir hace falta censurar o pasar de puntillas por alguna parte de la realidad entonces sería mejor haber nacido perro o cualquier otro animal de compañía.

No ha cesado de venirme a la cabeza la vida del santo que algunos de nosotros hemos leído en el libro Por qué la Iglesia (pág.276). Hermann el inválido, del Siglo XI. Nació horriblemente deforme y se decía de él que ni por un instante pudo sentirse cómodo, o al menos, libre de sufrimiento y además los expertos de la época le declararon “deficiente”. Este hombre, por la vida y obras que llevó a cabo, se le llamó “la maravilla de su tiempo”.

La respuesta está aquí, no es evidente pero está. Está, evidentemente, para el que se lo pregunta y busca.
Lo que nos hace polvo (no digamos ya a los cristianos) es nuestro límite. Nos hace papilla porque es como si la vida encerrara una promesa que luego nos encargamos nosotros mismos de machacar. Para nosotros, los cristianos, tantas veces, es peor porque debemos mantener cierta apariencia, seguir siendo cristianos, aunque el límite nos va ganando la partida. Nos volvemos mediocres, con el tiempo nos retiramos y nos conformamos con que la vida vaya tirando deseando que no haya sobresaltos. Nos volvemos escépticos. Decía el cura del hospital que los mayores llevaban mucho peor su límite que los jóvenes, igual que nosotros.
¿Qué hace que nuestro límite no nos gane la partida? Lo mismo que para el amigo Hermann en el SXI: Cristo. Cristo es el abrazo misericordioso que nos arranca literalmente de la nada, de manera que toda nuestra pobreza es incapaz de oponerse a este abrazo, hasta el punto de ser también nosotros una “maravilla de nuestro tiempo” porque a través de nuestra compañía, de nuestros amigos y de nosotros mismos, atraviesa el espacio y el tiempo este Dios hecho carne que nos abraza, y a la vez abraza el mundo entero.

Sí, la Iglesia no está con los sobraos, está con quien necesita este abrazo, está con el hombre-hombre, con el hombre real.

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